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DONDE NO ALCANZA MI MEMORIA

Puesto que este Blog y la cuenta de Facebook asociada a él deberían ser los instrumentos en los que anotar todo aquello que me permita ir haciendo balance de mi vida, resultaba obvio que el primer paso habría de dirigirse a volver a mi niñez, a mi más lejana infancia. Algo sabía de la naturaleza de la memoria humana y contaba con que los primeros años de vida estarían en blanco y no recordaría nada o casi nada.

De todos modos, pensé que, si hacia un esfuerzo y me concentraba en recuperar los primeros recuerdos, podría establecer aproximadamente el momento en el que mi memoria comenzó a superar la etapa de los recuerdos inconscientes y empezó a retener recuerdos conscientes. Quería ir hacia atrás todo lo posible y establecer la línea más allá de la cual no alcanzaba mi memoria.

Me puse a ello con entusiasmo, pero cuando intenté empezar a relatarme a mí mismo cómo era yo, mi casa, mi ciudad y mi gente en el tiempo más inmediato posible al momento en que nací, me encontré con la desagradable sorpresa de que no recuerdo nada de los cuatro primeros años que pasé viviendo en Granada, ¿Nada en absoluto? Nada de nada. Sé que estaba a punto de cumplir los cuatro años o los tenía recién cumplidos cuando nos trasladamos a Jaén. No me acuerdo del traslado. Ni de los cuatro años anteriores al traslado. Ni de un largo año después del traslado. Hasta entonces, nada de nada.


Aunque la verdad sea dicha, con el paso del tiempo, toda respuesta tajante está destinada a ser ligeramente alterada, matizada, reformulada, corregida e incluso rechazada de plano por quien la formula, más tarde o más temprano, ya sea porque otro la contradice o porque uno mismo la pone en duda.

En realidad, hay tres o cuatro imágenes que me rondan la cabeza desde siempre y que a veces he estado tentado de admitir que son recuerdos infantiles. Dos de ellos, se me antojan más verosímiles, más susceptibles de estar en mi memoria, respondiendo a hechos que realmente sucedieron y no han sido inducidos ni inventados, aunque seguro que los recupero deformados.

El primero es el de un gato de manchas negras y blancas que se encaramaba a mi camastro y cuidadosamente, sin sacar las uñas y usando solo las almohadillas de su pata derecha, golpeaba repetidamente mi cabeza hasta despertarme.

Cuando lo conseguía yo me despertaba siempre de buen humor, el serpenteaba y se restregaba contra mi deslizándose lentamente, circunstancia que yo aprovechaba para poner mi mano sobre su cabeza y acariciarle todo el lomo sin mover la mano gracias a que era el gato el que se movía.


Llegado al final del lomo, el gato levantaba el rabo en vertical, saltaba al suelo y se perdía de mi vista. Unos instantes después mi madre entraba en la habitación con un tazón blanco lleno de leche caliente con pan migado y un grueso telo de nata espolvoreado de azúcar.

Para no recordar nada, resulta sospechosamente detallado. Pero a mí me parece creíble. Aunque el recuerdo no conserva referencias temporales: recuerdo al gato, pero no me recuerdo a mí. No sé si podía bajar solo de la cama, si andaba erguido o a gatas, si sabía hablar o no. Las referencias espaciales son algo más concretas: me recuerdo dentro de mi camastro hecho de dos sillones enfrentados colocados en el rincón cercano a la puerta de una habitación que tiene una ventana alta. Mas allá de ese espacio, no tengo recuerdo de ese instante acerca de cómo era el resto de la casa, ni logro recuperar ninguna escena bajándome del camastro y recorriendo el resto del piso, Hasta ahí no llega mi memoria.

El segundo recuerdo me parece igualmente verosímil. Mi padre entra en el piso por la tarde. Mi madre lo abraza cariñosamente durante largo tiempo. Mucho tiempo después al reproducir esa escena en mi cabeza, deduje por mi cuenta que mi padre había llegado de un viaje después de una larga ausencia. Tras el abrazo, mi madre se fue a la cocina a prepararle comida y mi padre se sentó en una silla junto a la puerta del cuarto contiguo a la cocina. Desde allí la llamó y mi madre acudió enseguida. Se sentó sobre él y frente a él y comenzó otro abrazo más largo que el anterior. Yo miraba la escena y me producía agrado. Escuché nítidamente a mi madre decir: ¡que está el niño! Eché a andar y me fui a otra habitación.

Esa escena la he recordado muchas veces y como la del gato despertándome, siempre me ha parecido verosímil, natural y agradable, Es obvio que no entendí entonces lo que podía estar pasando y que ahora simplemente lo supongo, no es que lo recuerde. Pero almacené la escena como una experiencia emocional gratificante: mis padres se querían y eso me gustaba. La referencia espacial que acompaña a ese recuerdo es más nítida y abarca más espacio: cocina, comedor, pasillillo y pasillo de entrada. Podría dibujar sobre un plano incompleto del piso el lugar exacto donde ocurrió el abrazo.

Pero la referencia temporal es mucho más escurridiza. Aunque es obvio que ya sabía andar y que percibía el sentido de los gestos y las palabras, no sé a qué edad pudo sucederme esa experiencia. De mayor he especulado a veces, conmigo mismo, si acaso esa escena sería la explicación del nacimiento de mi hermano Rafa en septiembre de 1952. Si eso es asi, la escena pudo ocurrir a primeros de 1952 y tendría, por tanto, unos tres años y medio.

El traslado a Jaén debió ocurrir en los meses siguientes. No me acuerdo del hecho mismo del traslado. No me acuerdo de haber dejado algún amigo en Granada. No me acuerdo de qué pasó con mi gato, No guardo ningún recuerdo de mi abuela, que vivía con nosotros y que se quedó en Granada. Sólo tomé conciencia de que mi abuela existía cuando volvimos a Granada en 1955. Y para entonces yo ya rondaba los 7 años.

Entre 1948 y 1952 debieron sacarme a la calle muchas veces. No me acuerdo de cómo era Granada. Ni siquiera las calles aledañas a mi casa: ni la cuesta de Gomerez, ni la Plaza Nueva, ni la calle de las Ánimas, ni la Placeta de Cuchilleros. Las conocería más tarde, a la vuelta de Jaén, aunque ya había estado allí antes muchas veces, con toda seguridad.


Sé a ciencia cierta, porque me lo han contado y me fio de lo que me contaron, aunque yo no lo recuerdo, que estuve "mu malico" y que el Dr. D. Antonio Galdó me curó y me salvó la vida. No sé ni la naturaleza de mi enfermedad ni la edad a la que la contraje. He rebuscado por ahí y he leído que este hombre era una eminencia y que en abril de 1948, cuando yo estaba a punto de salir de la orza de la manteca, en brillante oposición sacó el número uno para ocupar la cátedra de Pediatría de la Facultad de Medicina de Granada. Espero que se considere de justicia que lo incluya de inmediato en la galería biográfica de Mis Sabios preferidos.


Sé tambien que durante esa grave enfermedad de nombre desconocido para mí, estuve bajo la advocación y los celestiales cuidados de San Nicolás de Tolentino, junto a los de Santa Rita de Casia, abogada de los imposibles, que tenían sede en la Iglesia de los Hospitalicos, regentada por los Agustinos Recoletos en la cercana calle Elvira. Pero yo no me acuerdo de nada de eso. Ni una imagen, ni un sonido... nada. Si que puedo recordar nítidamente que años más tarde me dieron a comer unos panecillos duros como una piedra que tenían que ver con el tal San Nicolás y a los que se atribuían milagrosos efectos. Alguno me comí por agradar a mi madre. Nunca creí en semejantes remedios, pero gracias a aquellos panecillos, debido a su dureza y a doblegarme a admitir sus supuestos efectos milagrosos, entendí a la perfección lo que significa la frase "comulgar con ruedas de molino".

Esta clamorosa ausencia de recuerdos propios y esa bruma en la que se difuminan los contornos y el contexto de los que me parecen más reconocibles, me fastidia sobremanera. Te pones a hacer balance de tu vida y lo primero que encuentras es que no sabes nada de tus primeros años. Y no de los dos o tres primeros años: es que son casi cinco años sumidos en el olvido casi total. Cuando yo empiezo a verme a mí mismo en mis recuerdos, estoy sentado en el escalón de la puerta de mi casa de Jaén leyendo la cartilla. y eso implica que tenía ya cinco años cumplidos.

Todo el mundo pontifica sobre cuán numerosos y extraordinarios son los hallazgos de un niño en los primeros años de su vida. Sé que es cierto porque yo mismo lo he visto y observado en mis hijos. Cuando era pequeño, viví tambien esos maravillosos descubrimientos de la primera niñez.

Aprendí a andar y debí aprender bien, porque todavía me acuerdo de cómo se anda. Aprendí a hablar y debí aprender bien, porque he hablado hasta por los codos toda mi vida. Y aún recuerdo cómo se habla. Aprendí a mirar a las cosas, a remirarlas, a distinguir detalles, Debí aprender bien por que aún hoy, con la vista algo deteriorada, sigo siendo un mirón impenitente o, si os parece más respetable, un observador atento... Aprendí a oír y tambien a aislarme de cualquier sonido. Todavía practico con soltura esa técnica de aislamiento que yo considero una habilidad y los demás, con mejor razón que la mía, una muestra de mala educación.

Aprendí, en tiempos de miseria, de escasez y hambre a escoger la mejor comida: la leche materna a la que no renuncié, según me cuentan, hasta que estuve más cerca de cumplir los tres que de haber cumplido los dos años. Lo debí aprender muy bien porque tuvieron que destetarme, dicen, recurriendo a cepillos impregnados en aceite, sal, vinagre y limón. Pues, pese a ello, aun sigo sabiendo elegir los mejores platos. Y prefiero la salsa vinagreta a cualquier otra.

Durante los tres o cuatro primeros años de mi vida, aprendí muchas cosas muy importantes y mi memoria debió funcionar bien, porque me sigo acordando de lo aprendido. La tragedia es que no logro recordar, cuándo, dónde y cómo las aprendí. Como podré explicar más adelante, no es una cuestión banal. Quisiera tener recuerdos conscientes de esos primeros años de mi vida. Y no los tengo. Hasta ahí no alcanza mi memoria.

Me entraron unas ganas irresistibles de aprender cosas sobre la memoria. ¿cómo funciona? ¿por qué no se recuerdan los primeros años? ¿cinco años no son muchos? ¿eso es normal? Estaba claro que no sabía responder a esas preguntas y que era hora de preguntar. De escuchar y leer a personas con conocimientos sólidos en la materia.

A la vejez, viruelas, diría mi madre. Toda la juventud dedicada a estudiar y memorizar. Mucho más de media vida empleada en enseñar Geografía e Historia -las dos asignaturas con la fama de ser las más memorísticas de todo el bachillerato- ¿y ahora me vienes con que no sabes cómo funciona la memoria? ¿ahora te entran dudas sobre si la tuya funciona bien o la tienes averiada?

Pues sí. Ahora. Siempre es momento de aprender cuando te asalta la curiosidad. A mí ya me había asaltado tempranamente la curiosidad sobre este tema, cuando era adolescente. Fue viendo la pelicula "Salto a la Gloria". Por ella supe de la existencia de D. Santiago Ramon y Cajal y de su obra.


Me quedé fascinado por el uno y por la otra e intuí que por ahí iban los tiros si queríamos entender cómo funcionaba el aparato ese que llevamos sobre los hombros. Pronto se cumplirán 90 años de la muerte de D. Santiago. Y son muchos los que desde entonces se han dedicado a estudiar y a ampliar su legado. Pero ha sido en los últimos treinta años -y si se me apura en los últimos 15 o 20- cuando se ha empezado a producir una auténtica revolución de la neurociencia y cuando se ha comenzado a dar respuestas serias a algunas de las grandes preguntas sobre el funcionamiento del cerebro.


Mucho me han atraído desde siempre estos temas. Pero las vueltas de la vida no siempre te conducen por donde quieres y no se puede estar en muchos sitios a la vez. Los albores de esta revolución científica me pillaron cuando ya contaba con entre 55 y 60 años, sin saber inglés, habiendo olvidado conocimientos básicos de Física y Química y sin haber entrado nunca a estudiar biofísica ni bioquímica. No es una excusa, sino un lamento. Ya hubiera querido enterarme mucho antes de las cosas que estaban haciendo estos genios.


Hace tan solo una semana que he podido acceder a la lectura de un libro revelador y explicado de modo que yo pueda acceder a su comprensión desde mi ignorancia. Hablo del libro de Rodrigo Quián Quiroga titulado ¿Qué es la Memoria? que comentaré muy pronto en la sección de este blog dedicada a glosar los libros que me cambiaron la vida. Este ha sido uno de ellos. El más reciente.







Pero, mientras me instruyo sobre la Memoria leyendo a Rodrigo Quián o Nazareth Castellanos, escuchando a Joaquin Fuster o David Bueno... ¿qué hago con esos años de mi vida que están allí, donde no alcanza mi memoria? Pues lo único que puedo hacer (porque es lo único que sé hacer) es preguntarles a otros que fue lo que pasó en aquellos años. Es decir, hacer Historia de aquel tiempo. Preguntarles también a otros, dónde sucedieron esas cosas. Es decir, escribir su Geografía.


Una de las cosas que he aprendido después de aquellos años infantiles de los que no guardo memoria consciente es que, para conocer una época, no es imprescindible vivirla. Que para conocer un territorio no es imprescindible viajar hasta él. Que, para entender a un país, no es imprescindible interactuar presencialmente con todos y cada uno de sus habitantes. Que entender no es lo mismo que sentir.


Vivir, viajar y conocer gente es extraordinario. Sentir es maravilloso. Tocar, oler y degustar es imprescindible. Lo hace cualquier animal. Pero entender es lo que nos hace humanos, lo que nos diferencia del resto de los animales. Es humanamente frustrante haber tenido una infancia feliz como se trasluce en miles de señales que proceden del sentir y no haber guardado la información necesaria para entender.


Buscaré enseguida la información que sí han guardado otros e intentaré reconstruir con la memoria de ellos la memoria que yo no tengo.


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